La reforma a la Ley Antilavado busca cumplir con estándares internacionales, pero podría implicar nuevos costos y riesgos para empresas mexicanas, especialmente pymes. El reto está en equilibrar la transparencia con la viabilidad operativa y evitar sobrerregulación y discrecionalidad.
México dio un paso clave en su lucha contra el lavado de dinero y el financiamiento al terrorismo con la aprobación de la reforma a la Ley Federal para la Prevención e Identificación de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita, conocida como Ley Antilavado. Esta medida, impulsada por el senador Javier Corral y respaldada por la presidenta Claudia Sheinbaum, busca alinear al país con los estándares internacionales del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI). Pero aunque el objetivo es claro, el camino presenta riesgos considerables para miles de empresas mexicanas.
La reforma, aprobada con 349 votos a favor, 38 en contra y 91 abstenciones, refuerza el marco institucional y operativo de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) y responde a presiones externas, particularmente de Estados Unidos. Sin embargo, también ha despertado una fuerte preocupación en el sector privado por lo que podría significar en términos de costos, discrecionalidad y operatividad.
La ley incluye cambios profundos que impactan directamente al sector empresarial:
- La creación de un registro de Personas Políticamente Expuestas (PEP) y sus allegados.
- La obligación de identificar al beneficiario controlador en toda estructura jurídica.
- El uso de sistemas automatizados de monitoreo de riesgo en tiempo real.
- La ampliación del catálogo de actividades vulnerables, incluyendo desarrollos inmobiliarios, comercialización de criptomonedas, fideicomisos y nuevos actores como notarios, corredores y despachos.
La Coparmex, junto con otras organizaciones empresariales, ha advertido que estas nuevas disposiciones representan una carga operativa considerable, especialmente para las pequeñas y medianas empresas que no cuentan con los recursos tecnológicos ni humanos para cumplir con los nuevos requisitos.
Por ejemplo, implementar un sistema automatizado de monitoreo de transacciones o formar equipos internos de auditoría puede representar un costo inasumible para muchas pymes. Además, la reducción de umbrales para reportes de operaciones en efectivo y tarjetas prepagadas incrementará los trámites y la exposición al riesgo de sanciones por errores administrativos.
Más allá del costo, preocupa también el alcance vago de algunos conceptos, como el de Persona Políticamente Expuesta, lo que podría derivar en interpretaciones discrecionales. Varios legisladores advirtieron sobre el riesgo de que esta vigilancia se convierta en una herramienta de presión política o en un obstáculo para la libre operación de organizaciones civiles y empresariales.
Desde el gobierno, sin embargo, el mensaje ha sido claro: fortalecer la UIF es necesario para cerrar espacios al crimen organizado y cumplir con los compromisos internacionales. La presidenta Sheinbaum ha respaldado abiertamente las reformas como parte de su agenda de institucionalidad y transparencia, incluso a costa del desgaste político.
Pero en el terreno práctico, muchas empresas enfrentan un nuevo desafío: invertir en cumplimiento o quedar fuera del juego. En un entorno donde los recursos ya son escasos y los márgenes de operación reducidos, el cumplimiento regulatorio podría ser la gota que rebase el vaso para cientos de negocios.
Es innegable que México necesita mecanismos más robustos contra el lavado de dinero. Pero como bien apuntan los críticos, una ley más estricta no necesariamente es una ley más justa o eficiente, sobre todo si no se acompaña de claridad, capacitación y apoyo técnico para quienes deben cumplirla.
Porque si esta reforma no se implementa con sensibilidad y equilibrio, el costo no lo pagarán los grandes lavadores de dinero, sino las pequeñas empresas formales que sostienen buena parte de la economía nacional.