La integración vertical propuesta por Sheinbaum podría mejorar las finanzas de Pemex, pero los despidos masivos también plantean riesgos operativos que deben ser evaluados.
La administración de Claudia Sheinbaum ha iniciado con una sacudida fuerte en Petróleos Mexicanos (Pemex): una reestructuración profunda que implica el despido de personal de confianza y una apuesta decidida por la integración vertical de la empresa. Bajo la bandera de eficiencia, soberanía y austeridad, la presidenta ha prometido que los recortes serán legales, justos y necesarios. Pero la pregunta que muchos nos hacemos es: ¿será esta la medicina que cure a Pemex, o un tratamiento que agrave su condición?
Sheinbaum ha identificado correctamente uno de los grandes problemas estructurales de la empresa: su excesiva fragmentación. La petrolera nacional operaba con cuatro subsidiarias y más de 40 filiales, lo que generaba una burocracia ineficiente, duplicidades operativas y una falta de alineación estratégica que ha venido minando su competitividad. Internamente, esta estructura es conocida como “la ruta de la bestia”, una metáfora que no podría ser más elocuente para describir el laberinto administrativo en el que se ha convertido Pemex.
La integración vertical, en teoría, tiene sentido. Pemex fue diseñado para funcionar como un todo: desde la exploración y producción de crudo hasta su refinación, distribución y comercialización. Volver a esta lógica unificada podría permitir decisiones más rápidas, inversiones más inteligentes y un control más riguroso del gasto. Menos oficinas, más eficiencia. Menos jefaturas, más resultados.
Desde un punto de vista financiero, la puesta tiene lógica. Pemex arrastra una deuda que supera los 100 mil millones de dólares, con pérdidas operativas recurrentes, sobre todo en su brazo de refinación. Integrar operaciones y eliminar capas innecesarias de mando podría liberar recursos para inversión productiva y reducir los costos fijos. Además, un Pemex más ágil y coordinado podría competir mejor en un mercado internacional que no espera a nadie.
Pero la otra cara de la moneda son los riesgos operativos. La salida masiva de personal de confianza —que si bien no están sindicalizados, poseen experiencia clave— puede provocar vacíos de conocimiento, retrasos en decisiones operativas y fallas en la ejecución de procesos críticos. No se trata solo de ahorrar salarios, sino de garantizar que el nuevo modelo funcione sin comprometer la seguridad industrial, la continuidad del suministro o el mantenimiento de instalaciones.
La reestructuración también corre el riesgo de convertirse en un ejercicio cosmético si no está acompañada de un verdadero cambio en la cultura organizacional. De nada sirve reordenar estructuras si se mantienen prácticas de opacidad, discrecionalidad y favores políticos en la asignación de puestos clave. La eficiencia no es solo organigrama, también es ética.
Además, está el factor humano. Aunque Sheinbaum ha asegurado que los despidos serán conforme a la ley y que se buscarán opciones para los afectados, no deja de ser preocupante la posibilidad de que se pierda talento valioso o que se utilicen estos recortes como mecanismos de control político.
La integración vertical puede ser una palanca poderosa para rescatar a Pemex de su laberinto financiero y administrativo. Pero requiere planeación técnica, sensibilidad humana y una vigilancia constante del impacto operativo. Si se hace bien, podría marcar el inicio de una nueva era para la empresa productiva del Estado. Si se hace mal, será otro capítulo más en la larga lista de oportunidades perdidas.
Me pregunto, ¿no será más fácil dejar de operar los negocios menos eficientes, en lugar de hacer una integración vertical?